Mi ingratitud para con la raza humana
Me cuesta hablar de mí.
He puesto un gran empeño en
despojarme del ego que me ha acompañado por un largo tiempo a pesar que siempre
traté de poner por encima de todo a los demás y la empatía, aunque no sabía que
eso existía ni como se llamaba.
Pero llega el momento en que es
necesario hacer algo de introspección pública y contar abiertamente algunas
cuitas internas que me acojonan y hace que mi humor se cabree echando humos por
las orejas.
Es que me siento totalmente
ajeno a todo lo humano y no es que sean cosas que se han venido con la edad;
tampoco por tener cincuenta y siete años tengo que dar por sentado que la vejez
ha puesto los pies en mi huerto. Pero esta sensación y hasta molestia con el
género nace muy atrás, casi puedo decir que ya en la infancia el germen estaba
echando raíces a sus anchas encontrando tierra fértil, tal vez en mi huraño carácter.
Recuerdo, y no es cuento, que a los cuatro años las vecinas de la casa de mis
padres se disputaban manosearme y retorcerme los mofletes o despeinarme con sus
manazas, diciendo porquerías como: ¡Que chico más hermoso! O ¡¡Que niño más
rico, como será cuando sea grande!! Y cosas así que solo provocaban en mí, la
repulsa mayor hacia todo ser que se acercara.
Era feliz con mis amigos y
vecinos con quienes jugaba a los cow boys o a los policías y ladrones, y juegos
similares; pero mi relación con las personas mayores era ya conflictiva,
traumática.
Con el correr del tiempo esa
relación no mejoró, solo fue siendo maquillada por las necesidades propias que
la sociedad y la convivencia exigían para ser integrado y obtener la
correspondiente recompensa.
Poco a poco fueron las notas en
el colegio, las delicias de ser admirado, las de ser buscado por el sexo
opuesto, las de escalar en la posición social; luego llegó el trabajo y las
escaleras de poder junto a las apetencias para obtener más y más en un
consumismo adornado de bienestar.
Pero interiormente seguía llevando y aumentando la brecha que se hacía
cada vez más amplia entre mi persona y
la raza a la que supuestamente pertenecía.
Mientras me entretuve en
trabajar y las prioridades se mantuvieron en las necesidades básicas de comer,
abrigarse y pagar las deudas contraídas, la mente ocupaba solo un murmurar sobre
la humanidad de en cuando en vez por las noches; o en la ducha, momentos de
soledad y reflexión que hacían que la mirada se distanciara y regresaba a mi
interior por instantes, pero no crecía ni perduraba más que segundos,
placenteros de rebeldía y salvaje naturaleza. Mi salud con muy pocos altibajos
no me dio motivos para estar quieto y pensar, todo era movimientos seguros en
pos del alimento diario y el alcanzar metas impuestas por el sistema maldito.
Más adelante me enfrenté, como
quién camina una fresca mañana de agosto, soleada y despejada, con la muerte a
mi lado llevándose a quién más quería. Fueron casi dos años peleándole cuerpo a
cuerpo con su decisión irreversible y mi tozudez, que me dieron tiempo para
regresar a compararme y meditar: allí estaba nuevamente yo en la acera con sombras
y la humanidad en la que tenía sol. Otra vez la distancia.
Entonces recuperé el aliento
perdido y sondeé la religión, ese otro pozo de humanos; tratando de entender mi
soledad y distanciamiento, mi sentimiento de diferencia, mi lejanía me mezclé
entre ellos.
No encontré al dios que todos
veían y escuchaban. Hice esfuerzos, lo juro, de los más profundos, de los más
exhaustos y nada; si ese Dios estaba, a mi no me contestaba ni le importaba.
Agaché la cabeza y seguí
pensando que seguía equivocado, al fin tantos no podían estar errados; continué
y con mi tesón logré el reconocimiento del trabajo hecho. Pero era solo
trabajo, no había más que eso y un poco de lógica aplicada. Sentido común,
planificación y músculo, allí terminaba la obra; de Dios nada.
Les menti.
Les dije que me sentí inspirado,
pero no fue así y lo siento, porque no debí mentir.
Y la diferencia aumentaba con la
mentira, lo sentía.
Enfermé y el mal me quitó lo que
quería nuevamente de alguna manera; otra vez el tesón, otra vez el músculo, la
laboriosidad y la recuperación de parte de lo perdido. Comenzaba de nuevo y con
ello la certeza clara que ya no pertenecía definitivamente a esa raza.
No pienso igual, no actúo igual,
no tengo los mismos sentimientos ni siquiera me mueven las mismas metas. No encuentro
incentivo en lo que todos lo hallan, no hay placer donde dicen que está. Puedo estar
en el lugar que corresponde al momento de disfrutar de esos deleites terrenales
y humanos, pero no tienen la intensidad que todos le dan. Es mucho más importante
para mis sentidos el asombrarme con los colores de un árbol, que un coito.
Mucho más disfrutar del
descubrimiento de una pequeña geoda en una piedra, que un banquete o una tarde
de compras, un traje nuevo, un reloj de oro o un coche deportivo.
Es mayor la importancia del
bienestar de mi vecino, que el tener la última tecnología aplicada en mi casa.
Sé que seré siempre el mismo y
que no necesito de nada lo superfluo.
Que si tuviese que comenzar de
cero, sin nada, lo haría sin dudar y sin lamentarme.
Que es en todo eso en que me
siento diferente a los demás; que les veo tan enfrascados en conseguir, en
obtener y escalar, con tanto miedo a perder, con el terror en sus ojos por si
algo les faltara. Con tanta dependencia de las cosas, con tantas raíces echadas
en lo material que han olvidado lo que son y porque están aquí.
Sé que ahora me querrás juzgar; pero antes que lo hagas deseo que pienses; ¿Cómo
lo harás? ¿Me juzgarás siendo uno más de los que están arraigados a lo material
o serás imparcial? ¿Te animarás a ponerte en mis zapatos y ver la vida desde mi
posición antes de emitir tu dictamen?
Te ruego que lo hagas. Entonces sí,
júzgame.
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Recuerda: cada vez que no comentas una de mis notas, Dios se ve obligado a matar un gatito. Campaña contra el maltrato animal.