Observando un gramo de poder



Warren Bennie, un afamado estudioso de las maneras de liderazgo entre los seres humanos dijo: “El poder muestra al hombre”
Pocas palabras definen perfectamente lo que sucede cuando el ser humano pisa la tierra sagrada de sentirse por encima de otros, de ser poseedor de un “gramo de poder”.
Mucho se ha escrito al respecto, mucho más se escribirá, dará para novelas y narraciones de muy distintas ramas todas ellas centrando al poder como el mal que hunde al ser humano en las garras implacables de los infiernos nunca soñados. Pero siempre será poco lo que se diga, la advertencia que se haga y las veces que se reflexione sobre el mismo tópico, el ser humano generación tras generación irá cayendo en su lecho como si fuese la primera vez que lo descubre. Fuego maldito que consumirá vidas propias y ajenas sin importar más que el simple logro de ver un día determinado, un nombre y apellido esculpido en piedra, bronce o mármol acompañado de una gloria que el universo no reconocerá jamás y que solo un ego minúsculo latió tratando de ser lo que la naturaleza no le dio como misión.



Entre los animales el significado de poder es muy distinto al que el ser humano le ha dado y es interesante reflexionar un tanto en esto. El animal lo necesita para preservar una taxonomía determinada, esto es un reino, filo, clase, orden, familia, tribu, género, especie, variedad; disponiendo que el más apto es el más fuerte y el que detenta el poder, dependiendo de él en la mayoría de los casos la reproducción sana, la búsqueda de la alimentación correcta y la defensa del grupo. En un medio donde la supervivencia se rige con leyes muy claras y primitivas, no es necesario ahondar en más explicaciones, el poder es ejercido por el mejor.
En el caso del ser humano, el poder no es necesario para la defensa de ninguno de sus escalones taxonómicos.


Dice el afamado Punset, divulgador científico catalán: “la inteligencia nace para manipular o ayudar al vecino”, pero siempre está implícito el beneficio personal.
El poder es solo una necesidad creada por su ego para sobresalir y dominar a otro encontrando placer en el acto. De alguna manera todos ejercemos ese acto, lo ejerzo yo al escribir y creer que quién lea esto me admirará de alguna manera y creerá que soy más inteligente que él, entonces seré por un momento dueño de ese “gramo de poder” que hace que sea más que otro.  
Tuve la ocasión de trabajar en una cooperativa de trabajo en Argentina; esta había sido una fábrica con una dotación de 4000 empleados, dos plantas y una planta de mantenimiento en los aledaños de la capital argentina. Cuando accedí a un puesto de jefatura la fábrica contaba con algo más de 400 trabajadores, en una sola planta de cinco pisos y se dedicaba exclusivamente a la transformación de aluminio en 1º , 2º y 3º grado, fundición, laminación y transformación por impresión, extrusión o corrugado. De ser una empresa con un solo dueño, pasó a ser intervenida por el Estado Nacional y luego convertida en cooperativa llevada por los propios trabajadores. En su historia como tal sufrieron una “dictadura” de parte de un consejo administrativo de varios años hasta que un movimiento interno capitaneado por dos técnicos jóvenes lograron en asamblea derrocar el “injustificado régimen” y se restauraron los principios del cooperativismo, dando a cada trabajador el carácter de asociado con sus deberes y derechos. Tras ese cambio y con los vapores de las victorias y derrotas dando aún vueltas por los cielos, arribé a esto que fue durante esos cuatro o cinco años, un perfecto observatorio para mis conocimientos de sociología y en especial la etología, considerando al ser humano un animal evolucionado.

Unas de las primeras observaciones que noté fue que el fluctuar de toda la actividad (toda en absoluto) mantenía una armonía perfecta con los vaivenes ambientales que marcaba la política de esos días; y era hasta lógico que al ser los asociados reunidos en un consejo administrativo, los que decidían sobre las directrices de la empresa y estos no estar preparados para despojarse de sus vidas personales, llevaban sus emociones privadas a la mesa de resoluciones dando así un cariz muy particular y podría decir que familiar o casero en la conducción. De allí que las tendencias fabriles se acercaran tanto a los miedos y sinsabores de una familia de clase obrera, que a una estrategia empresarial. Esto era curioso para mí, ya que llegaba de trabajar bajo la presión de multinacionales, frías, asépticas, rígidas y esta estructura tan coyuntural me desconcertó en un principio. Cuando comprendí las razones, me parecieron de lo más atendibles, pues no eran personas preparadas y encajonadas en las cuadradas lecciones empresariales, sino que actuaban por instinto y basados en experiencias propias con poco basamento técnico; lo que le daba frescura, imprevisión y fragilidad. Esta última característica creo que fue lo que hizo que su fin fuese el de una grotesca y fantasmal fábrica de ideas alternativas explotada por utópicos ensayistas marginales y aprovechados políticos izquierdosos.
Pero en aquella época se creía firmemente en que la empresa reverdecería y competiría con las primeras firmas extranjeras. Y casi lo logra con un mínimo de personal capacitado y un tremendo esfuerzo de cuatro o cinco técnicos extra-cooperativistas que aportamos algo de cordura y conocimientos para que se codearan por un tiempo con el mundo real empresarial.

Mi puesto de observación me ubicó en la calidad del producto y eso me dio la posibilidad de indagar en toda la cadena productiva, desde la compra de la materia prima hasta la salida del producto final y llegar incluso al servicio de post venta en el reclamo del cliente donde podía observar el comportamiento tanto humano como del producto. Pero sin dudas lo de mayor sabor fue lo interno, lo humano lo que me dio motivo de noches dilucidando como su comportamiento era tal o cuál.
Uno de los eventos, entre tantos que ocurrieron, fue el de la primera laminadora y trataré de ser breve y concreto sin entrar en muchos detalles técnicos.
El proceso de fabricación comenzaba con la fundición de lingotes de aluminio que se transformaban en placas, que si bien recuerdo tenían unos 25 centímetros de espesor por más de 1,5 metro de largo y 1 metro de ancho, su peso era considerable para lo que utilizaban aparejos que sacaban la placa caliente y la colocaban en la laminadora que con sus rodillos iba aplastando y convirtiendo en una lámina de aproximadamente 1 centímetro de grosor. Para este procedimiento, la placa iba de un lado a otro empujada por el operario y guiada por otro, mientras un tercero controlaba la presión de los cilindros con un volante pegado a la máquina que tenía unos 2 metros de diámetro. La tarea era toda manual, con ganchos, aparejos, cuñas, palancas y esfuerzo, mucho esfuerzo; el lugar aunque amplio, era de alta temperatura y el riesgo de quemarse con la placa o la lámina era constante, por lo que los operarios usaban unos delantales de cuero hasta por debajo de la rodillas, guantes largos y el correspondiente casco. Por el tipo de movimiento y los pesos a mover, no era una tarea apta para cualquier trabajador, este debía contar además de los conocimientos de laminación en caliente de características físicas muy definidas: musculatura apropiada, altura de 1,80 metro como mínimo, capacidad para soportar el calor y resistencia en el manejo de pesos. Por lo que los tres de cada turno (había dos turnos) eran los “gigantes” de la fabrica y se destacaban por su fortaleza y presencia casi brutal. En las asambleas los podías ver generalmente cerca de los “jefes” políticos como si de la guardia pretoriana se tratara y creo que ellos asumían este papel con verdadero orgullo y sin reparo alguno.
Mi relación con ellos fue buena hasta que tuve la peregrina idea de poner en marcha, dentro de mi plan de mejora de la calidad del producto, un estudio de tiempos y métodos; hasta allí iba todo bien, incluso como el sistema que elegí para el estudio no era invasivo, sino por observación metódica, fue muy disimulado y tuve libertad de moverme en su ámbito sin cohibirles. Pero el resultado del estudio arrojó de inmediato que la laminadora en caliente era un “cuello de botella”, lo que significa que allí se detenía y lentificaba la producción, además de añadirse yerros que se trasladaban al resto de la fabricación. La propuesta fue contundente, se debía invertir en una laminadora en caliente automatizada, con la posibilidad de ser conducida por un solo operario, sin exigencias “especiales”, con un mínimo de error, con mayor rapidez de producción y llevando el estándar de calidad a un nivel inmediato superior. La amortización de la inversión se vería disminuida de modo directo con el aumento de calidad y producción con menos scrap (desechos).
Técnicamente el informe cumplió con todos los requerimientos y fue aprobado por todos los técnicos que lo leyeron, pero al llegar al consejo de Administración, donde uno de los “gigantes” estaba como vocal, el estallido se escucho a varios kilómetros a la redonda.
¿Cómo era capaz un técnico extra-cooperativista, sugerir que seis Asociados que lucharon en la liberación de la cooperativa de las manos de los políticos corruptos y de los consejos administrativos dictatoriales, son inútiles para seguir laminado aluminio en caliente?
¿Cómo me atrevía a sugerir que ellos no eran capaces de producir lo que la fabrica necesitaba para ser la mejor fábrica del país?
¿Cómo era posible que dijese que iba a comprar una máquina que “cualquiera podía manejar” cuando esa tarea era solo para “hombres como ellos”?
Por lo que se daba por rechazado el informe y se me apercibía de haber menospreciado a un grupo de Asociados en sus capacidades productivas en la cooperativa……
Era increíble, fellinesco, sacado de un sainete del 30, pero cierto y estábamos a 15 años de finalizar el siglo.

La reacción tenía una razón, el ego estaba por encima de los intereses de la cooperativa, de sus principios mismos, del concepto ideal de la cooperación entre iguales; el ego aparecía haciendo la diferencia y ellos defendían ese “gramo de poder” alcanzado y reconocido por sus pares. Con mi proyecto les quitaba su “hombría” y me lo hacían saber de una manera muy curiosa y clara al apercibirme de haber menospreciado a un grupo de ellos; por lógica que no defendí mi postura, retire mi estudio y en mi cueva rumié los resultados buscando más aún de lo que se veía. Resultó que cada uno que se mantenía en la cooperativa lo hacía por convicción; el 99% estaba convencido que ese era su destino y que era su misión divina mostrar al mundo que era posible trabajar, ser obrero y patrón a la vez, sin haber pasado por las aulas del empresariado y competir por una silla en las mesas de negociaciones junto a los que “sabían de la materia”, de igual a igual, poniendo experiencia rústica y conocimiento adquirido en la misma tabla rasa. Pero guardaban en su interior el deseo irresoluto de ser el próximo Presidente del Consejo de Administración, adquiriendo el “gramo de poder”, siempre lo mismo, nada cambiaba en el fondo del ser humano.
En el mundo ideal, utópico del panfleto eso es posible y deseable, pero en la práctica diaria el mundo es otro y ese “gramo de poder” que probaban sería adictivo y querrían más y más, hasta que se volviesen como todos los demás y fuesen fagocitados por el sistema. Y es que estás dentro del sistema o no existes. No hay grises en este mundo.
En este “observatorio” pude encontrar varias puntas de, valga la redundancia, varios ovillos; uno de ellos fue el criollismo y sus características del menor esfuerzo acompañado de virtudes como la empatía y vicios como el cortoplacismo o el coyunturalismo, esa manía de vivir zafando, al mejor estilo de las series norteamericanas que resuelven el problema en los últimos cinco segundos pasando por la puerta que se cierra o la montaña que se derrumba. Y en esos análisis en aquellos días me preguntaba si era la cooperativa que estaba en armonía con los vaivenes políticos o si los políticos estaban armonizados con los vaivenes de la cooperativa, no llegaba a discernir con claridad la diferencia entre las direcciones en que apuntaban los vectores; y es que tal era la similitud que abrumaba, entonces concluía que el gobierno no era más que el reflejo de esa masa que lo votó y la cooperativa era mayoritariamente votante a favor del gobierno de turno, por lo que el círculo cerraba perfectamente y la lógica indicaba que no podía ser de otra manera, que lo que ocurría en la mayoría de la sociedad era un reflejo especular de lo que ocurría en cualquier célula de la misma, fuese esta una familia, una cooperativa o un gobierno.
Al fin decía Joseph de Maistre: “Cada nación tiene el gobierno que merece”, pero si a esto le agregamos lo que dijo Guy de Maupassant: “Usted tiene un ejército de mediocridades seguido por la multitud de tontos. Como los mediocres y los tontos son la inmensa mayoría, es imposible que se elija un gobierno inteligente”, las expectativas son altamente decepcionantes sobre todo con el criollismo de por medio.
Aquel estudio de métodos y tiempos, lo amplié llevándolo a lo largo de varios períodos y saqué al fin un resultado histórico con resultados mucho más alarmantes sobre el comportamiento de los asociados en sus tareas productivas. No me es posible rescatar esa información ni aún haciendo uso de mi memoria, pero si puedo decir que ya para finales de mi tiempo en la cooperativa, cuando los apetitos políticos de los obreros se cernían como una negra nube sobre los técnicos, que éramos en mucho menos que el 1% de la población, a modo de corolario les presenté un proyecto que rozaba lo irónico y descabellado. En realidad no sé bien cuál fue la razón por lo que lo hice, si hubo venganza, si es que daba por finalizada mi etapa de observación o si tuve un rapto de sinceridad extrema mezclada con suicidio laboral; pero allá fui ante el Consejo de Administración munido de mi informe de producción y dije que había una alternativa para remontar el estancamiento en que estaba la empresa. En realidad no llegué al Consejo, me “tacklearon” antes de entrar y me devolvieron a mi oficina, pero el informe aterrizó en manos del Presidente y este fue a verme para decirme que era mi última bravuconada.
El papel en sí era escueto, mostraba en cifras claras como se derrumbaba tanto producción como calidad debido al comportamiento indisciplinado de los operarios asociados que habían relajado sus propias exigencias en las tareas asignadas, provocando un deterioro masivo. Mi propuesta contrastada con datos fidedignos era dar licencia o baja temporal a la totalidad de los asociados y contratar personal calificado temporalmente. Con el aumento de la producción y la elevación supuesta de la calidad, se podrían recuperar mercados perdidos y amortizar con ganancias al personal temporal, dando a los asociados el correspondiente excedente anual correspondiente (o su equivalente en retiros mensuales). Nada cambiaría, solo que los asociados serían patrones que podrían visitar la fábrica y cobrar su mensualidad como accionistas. Claro estaba que no cumplía esto los principios cooperativistas, pero más claro era que la empresa como tal se iba a la ruina.
La bravuconada pasó, yo me fui y la cooperativa vivió algunos años más hasta que finalizó siendo lo que he referido; un fantasma albergando ratas alternativas de dudosas procedencias.
Pero no estaba tan desacertado en mi diagnóstico, el ser humano en especial el criollo argentino tiene y mantiene ese aspecto de cómo dice el dicho familiar: “Subirse al caballo del comisario” para ostentar el “gramo de poder” y zafar gracias a la viveza criolla, gracias a pasar el día sin reparar en demasía en lo que ocurrirá mañana. Ese cortoplacismo, de vivir el hoy, de no tener un plan A y otro B, de no pensar en generaciones, sino en lo inmediato, hace que nada sea permanente y que la vida sea una sucesión de parches aplicados uno encima del otro. Y el criollo no es el ser humano del pueblo originario, pues este si es perseverante y tiene un sistema de conceptos rígido en cuanto a la longevidad de metas muy distintas al criollo. Es este mestizo que en sus genes trajo lo peor de sus padres, al menos lo peor para las necesidades de un país que requiere de un tipo de persona distinta para su aprovechamiento.
Y hace poco alguien preguntaba: “¿Por qué no pueden funcionar en Argentina los sistemas como el Alemania?” y la respuesta es muy simple, porque en Argentina sus ciudadanos no son alemanes. Existe una gran masa de criollos y de imitadores de criollos que viven bajo las características de un mundo imposible para la convivencia con esta sociedad e intentan que el resto se acomode a sus exigencias; de allí las diferencias y los desencuentros a lo que debemos agregar la facilidad con que hayan la posibilidad de sumar la cuota de poder y dominación. Ahora se saben con ese poder y lo están utilizando, eso es importante.
Observando se puede ver que han comenzado a gobernar y es posible que quieran seguir haciéndolo, pues el “gramo de poder” ya no alcanza. Porque “el poder muestra al hombre” y se está en el camino de mostrarse como multitud, mediocre, cortoplacista, coyuntural, pero al fin como decía y proclamaba el personaje de Voltaire, Pangloss, “Esto es lo que hay y debe ser bueno por lo tanto; de lo contrario la naturaleza y los dioses no lo hubiesen hecho”


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