El divorcio con mi Cerebro
“Me agaché para colocar bien
el zapato a mi hijo; creo que era mi hijo. Tenía entre dos y tres años y
recuerdo su carita; el zapato se parecía a uno de esos que suelen usar los
recién nacidos, de color rosado, extraño para un hijo varón. Le tomé de la mano
y seguimos al grupo con el que nos dirigíamos a nuestros hogares por esos
cuatrocientos metros bordeando el solar arbolado y oscuro, con el siempre
ángulo misterioso del geriátrico municipal; lugar tenebroso de espantos y
crímenes, violaciones y fumatas, ladronzuelos y borrachos. Será por ese
recuerdo, que al entrar en esa recta, sentí que quedaba solo con mi hijo en
brazos y que recorría por mi espina dorsal, un frío erizando el vello.
Salida de la nada, entre la
oscuridad espesa que ha reinado desde época inmemorial bajo los eucaliptos y
paraísos, una luz de mal aspecto, lechoso, chispeante por momentos, con el
andar errante de un beodo comenzó a perseguirnos, silenciosa, aterrante. Grité
con todas mis fuerzas tratando de alejarle y mi cuerpo se contorsionó en mil
espasmos. Supe en ese momento de sus perversas intenciones, aunque no era a la
muerte a quién temía, sino el destino de mi hijo si la enfrentaba.
Emprendí una frenética carrera
con la maldición pisándome la sombra, hasta que llegué a la esquina donde debía
girar; allí el espanto desapareció por milagro y la paz regresó poco a poco a
mi corazón. Aunque no era a mi casa donde me dirigía ahora, sino a un edificio
que conocía por haber estado antes; en otras ocasiones en que he deambulado por
estas tierras que a veces me resultan extrañas y otras demasiado cercanas. En
un instante estaba en su interior, precisamente en sus jardines acompañado por
un señor muy amable, de rasgos netamente orientales, vestido con indumentaria
de jardinero y tocado con un sombreo de paja de ala ancha. Él guiaba al grupo
por los senderos empedrados y muy bien cuidados, marcados con piedras blancas
entre los espaciosos bancales con una interesante variedad de plantas
aromáticas; en el recorrido este guía iba enseñando las bondades de cada planta
y cortaba aquí o allá, ya una ramita o una semilla y la daba a probar, oler o sentirla
según ameritase la ocasión. El perfume de mentas moradas y verdes, lavandas
frescas y florecientes, semillas de alcanfor que derramaban su aroma a nuestro
paso, hacían que los pulmones se hincharan de aire alegre y que los malos
presagios que ponía el cielo con sus colores más las ocurrencias anteriores, no
se tuvieran en cuenta.
Abandoné el grupo mientras
este estaba entretenido con la demostración de una semilla parecida a un haba
marrón que se rompía fácilmente entre los dedos y que según este aseguraba,
servía como un excelente activador de la sangre; recuerdo muy bien que dije al
pasar que era una semilla hematopoyética y que alguien confundió con onomatopeya,
pero sonreí para mis adentros y no aclaré el yerro. Fui caminando hacia la
salida observando el monumental edificio, pensando en los siglos que pesaban
sobre él. Construido en una piedra rosa, pulida hasta parecerse al mármol, su
estructura era de absoluta robustez; tanto es así que se asemeja a algo fuera
de lo normal, no se puede imaginar que eso tenga en su interior habitaciones y
oquedades que puedan reducir su imponente exterior. Las líneas preponderantes
son rectas, solo creo haber visto alguna curva en las ventanas, quizás en el
acabado de un alfeizar, el resto son rectas que cortan a otras rectas formando
ángulos y diamantes que hieren la vista; columnas tapizadas de bloques cúbicos
con frisos en escala de mayor a menor.
Su altura es tal que no tengo memoria como es la techumbre, ni cuantos pisos lo
componen. Estoy a la salida y en mis narices se mezclan los perfumes frescos
del jardín recién recorrido y los aromas de la fritanga de la fiesta que pasó.
Me levanto y con mucha
parsimonia el último hálito de lavanda deja mis pulmones mientras me voy
acomodando al indescriptible aroma de la indefinición, de oler la nada o el
todo (aún no me decido que es). Llevo siete años sin poder refrescar el perfume
de un jazmín, la delicadeza de una rosa, la sugerencia de una piel. Ya ni las
buenas comidas o los platos más vulgares tienen su escala de valores; no hay
olfato, no hay mayor sabor.
Estoy aturdido y me siento por
un rato tratando de quitar de la piel la sensación de haber corrido para salvar
a mi hijo; apoyo mi cabeza en mis brazos en cruz e intento dormir nuevamente
apoyado en la encimera de la cocina americana del piso frente al Mediterráneo. Es invierno, el mar está hermoso, luciendo
sus colores más intensos y el viento de la montaña cercana pega fuerte, es la
tramontana que no ha dejado de soplar en estos días.
Mi hijo tiene más de dieciocho
años, comienza la facultad, tiene novia y quiere trabajar para independizarse.
La calle que bordea al Hogar
de ancianos queda a unos 12000 kilómetros de aquí, cruzando el océano Atlántico.
Por un momento, mientras me mantengo con los brazos cruzados y la cabeza
apoyada en ellos, creo poder oler las lavandas nuevamente, pero sé que es otra
mentira con que me envuelve mi cerebro; llevo siete años, de los que soy
consciente, en lucha con él.
Soy mi inteligencia y voy
perdiendo la guerra, batalla tras batalla.
Este fue parte de la pesadilla
de esta noche, una de tantas en estos años. Con la reiteración de lugares,
angustiosas escenas, oscuridades que no terminan de desaparecer, pero con una
característica que va creciendo de noche a noche: cada vez es más doloroso
dejar “esa realidad”, la onírica y reintegrarse a la otra realidad, la
cotidiana. La sensación de seguir en un estado límbico es mayor en cada ocasión
y al finalizar tal situación debo hacer un buen ejercicio de compostura para no
entrar en pánico. Me asusta y de gran manera, quedar dentro de esa otra
realidad y no poder regresar más a esta.
Mi latiguillo, allá por el
2005 era: “Algo no está bien aquí arriba” señalando mi cabeza.
Fue ese el comienzo de mi
divorcio interno; mi inteligencia se separó de mi cerebro ante la necesidad de
tomar la decisión de mejorar lo que estaba decididamente alterado. El estrés
hizo estragos mayores en todo mi sistema neuronal y tras algún AIT enmascarado,
un grupo de neuronas debió haber muerto por falta de irrigación o se
desconectaron de alguna manera produciendo una progresiva alteración de mi
percepción de los estímulos externos, dejándoles especialmente tergiversados.
En julio del 2005 y con
posterioridad a una fuerte neumonía comenzaron los primeros síntomas, que
habían aparecido en el año anterior, a manifestarse con real crudeza y a sumar
otros que no sabía que podían estar vinculados.
Hasta ese momento me quejaba de fuertes dolores en los hombros y brazos,
pero estando en una tarea que me requería levantar pesos muertos por encima de
los cincuenta kilogramos, pensé que un mal gesto había resentido algunos
tendones o ligamentos. El dolor aumentaba y lo curioso es que los analgésicos
no daban resultado positivo, tampoco la fisioterapia y no aparecían indicios de
nada extraño en las analíticas a las que me sometían.
Tras la salida de la neumonía,
se agregó al dolor preexistente, descoordinación en el caminar, serias lagunas
mentales al querer expresarme, algunas dificultades en el manejo fino de las
labores manuales. Apareció la falta de olfato en combinación con la presencia
de un olor inexistente que ocasionó la lenta pérdida del sentido del sabor. Se
instaló un sonido chirriante en mis oídos que ha ido aumentando hasta una ya
persistente sordera. Los dolores variaron entre la quemazón, el punzante y el
opresivo, este último acompañado en la más de las veces de verdaderas y
palpables contracturas musculares. La piel por ser un órgano de alta
estimulación por agentes externos y a la vez ser el más extenso, es quién se ha
visto con mayores cambios junto con los músculos. Hay períodos en que sin
importar la temperatura ambiente, la sensación es de estar siendo abrasado
literalmente y visiblemente; nada es soportable sobre el cuerpo, solo la
desnudez y la exposición al aire me refresca atenuando el intenso dolor. En
otras ocasiones es el frío intenso y la imposibilidad de lograr que este se
supere con mayor abrigo; en la boca puedo perder el sentido de calor hasta
llegar a quemarme si aplico alguna fuente calórica en exceso. El viento por
menos que sea es hiriente y la lluvia, la que siempre amé que cayera sobre mí
mientras paseaba, es ahora una tortura en forma de finas agujas que se
incrustan como si millones de cardos cayeran interminablemente. Pero no lo es un pinchazo adrede como puede
ser la aplicación de una inyección, eso no provoca más dolor del normal. En la
musculatura sucede algo similar, los dolores de origen neurológico, los
fantasmales son en mucho más dolorosos que los que puedo llegar a sentir por un
golpe o una presión predeterminada; de allí que el examen para los puntos
gatillo de la enfermedad de fibromialgia, medidos en kilos de presión sobre
centímetro cuadrado, no sean tan exactos
comparados con los “verdaderos” dolores que sufro fuera de una presión externa.
Lo mismo ocurre con las contractura de músculos internos, que no han sido
palpados por el fisioterapeuta, pero que subyacen provocando espasmos en el
órgano que rodean. Esto último me impide
a veces tragar o hacerlo con mucha dificultad, respirar, digerir y evacuar normalmente. Los músculos de los brazos sufren un temblor
constante que va desde lo casi imperceptible al ojo humano hasta el temblor del
tipo parkinsoniano. Durante un largo tiempo estuvo radicado en el brazo
derecho, pero desde hace un año se ha sumado el izquierdo y ahora es notorio en
los hombros y también el cuello, lo que hace que la cabeza se mueva con el característico
temblor del Parkinson.
De los primeros ataques de
pánico, o por lo menos así los diagnosticaron, los estados de importante
depresión, los momentos de total confusión, de extravío, de no poder articular una frase coherente y
de pasar por micro ictus cada dos meses, he pasado a cierta estabilidad después
de un largo período medicado.
Actualmente los AIT (ataques
isquémicos transitorios) prácticamente han desaparecido; han existido algunos
eventos aislados de lo que se podría encuadrar en ello, pero han perdido la
dramaticidad de aquellos primeros que me dejaban mal por un buen tiempo. Como
en todo el ser humano se acostumbra y se acomoda a las circunstancias en que le
toca sobrevivir por difíciles que estas sean.
Así fue que estábamos sentados
en la terraza, una tarde de verano era bastante apacible y amable dentro de lo
que suelen serlo en Catalunya, a la orillas del maravilloso Mediterráneo, en la
Costa Brava. Dos días antes, mientras estaba en el bar, ya había habido un
mensaje de advertencia; el temblor en ambas manos fue incrementando de modo rápido
hasta llegar a un ritmo casi exagerado.
En ese momento, solo me acosté y relajándome logré mantenerme en un estadio
de bajo peligro.
Con un malestar superado
departía con mi mujer sobre trivialidades cuando sin previo aviso y ante una
pregunta de ella, le respondí: -“Corbata”- la respuesta nada tenía que ver con
lo que ella había preguntado, por lo que repitió lo dicho y seguí diciendo: -“Corbata”-
Estaba ante otro episodio de
un AIT en progreso. Con serenidad traté de decir algo y la única palabra que mi
cerebro enviaba articular era Corbata; probé con tranquilidad, sin alterarme respirar
profundamente y adquirir un ritmo relajado para que mi musculatura estuviese
laxa aprovechando que estaba al aire libre y por señas le decía a mi mujer que
ella también me ayudara a estar tranquilo. Intenté varias veces hablar, pero
nada cambiaba, por lo que opté por no seguir gastando energías en ello. Hice señas
de salir a pasear, por lo que cogimos el coche y salimos costeando el paseo
marino. Pronto llegamos a una zona cercana al puerto de Palamós y solo salió de
mi decir: El barco de Batman; es de imaginar que estar al lado de una persona
que solo dice corbata y el barco de Batman tiene su lado gracioso, por lo que comenzó
a darnos risas el episodio. Dimos varias vueltas y el reírnos del barco de
Batman y de la corbata relajo mucho más el ambiente hasta llegar al piso. Me acosté
y recuerdo haber dormido de inmediato, casi sin el normal espacio de tiempo en
que toda persona concilia el sueño. Esto ha sido así cada vez que un evento de
esto ha ocurrido, curiosamente me duermo de modo inmediato como si el cerebro
se desconectara de toda realidad con la velocidad de la luz. Instantáneamente y
profundamente por muchas horas. Al cabo de ese tiempo desperté con algunas
dificultades para expresarme, pero fueron desapareciendo con el correr de las
horas y los días hasta que se normalizó. El peligro había pasado y mi capacidad
de expresarme estuvo nuevamente en un grado intermedio. Antes que todo esto
ocurriese, hace más de siete años, hablar, inclusive ante público no era un
problema para mí y podía hacerlo durante un largo tiempo; pero ahora pasada una
media hora de conversación, noto un cansancio repentino que hace que cese por
agotamiento de hablar.
Esto de alguna manera altera
mi relación social y sumada a que los estímulos externos están magnificados en
su percepción, hace que esa relación sea cada vez más lejana y difícil de
llevar. El estar en lugares públicos donde los ruidos son muchos y hay
aglomeración de personas es harto agobiante, pues cada conversación, cada
persona hablando es escuchada por mí y mi interés vuela detrás de cada sonido,
analizando, desmenuzando, ubicándolo; lo mismo ocurre con las imágenes. Con estas
debo ser cuidadoso de no perder la concentración pues es muy fácil que me
distraiga detrás de cualquier imagen o que registre datos que en realidad son
inservibles para mí conocimiento.
Iba caminado a la salida de
una consulta con un neurólogo y preocupado por lo poco que me había dicho el
médico, pero mientras caminaba mi mente registro que una furgoneta que estaba
aparcada a la orilla de la acera le faltaba un tornillo en la rueda trasera
derecha. Ya había hecho 30 metros de donde estaba el vehículo y regresé a ver
si era cierto lo que mi mente me daba por seguro y era verdad. Lo había guardado
en memoria, pero no tenía sentido y así miles de cosas que ocurren a mi lado,
por lo que trato de no darle importancia aunque sé que es parte del agotamiento
que siento al salir a caminar o pasear, pues son miles de registros inútiles
que guarda mi mente y que como inteligencia jamás utilizaré.
Es un gasto energético del que
tengo consciencia pero no puedo modificar, estamos divorciados y cada cual hace
su vida.
Cuando esto no ocurría podía
arreglar cualquier maquinaria electromecánica, la habilidad en mi mente está
intacta e inclusive puedo decir que incrementada, pero he perdido el dominio
que tenia sobre mis manos y la coordinación fina.
Me gustó pintar desde niño y
de hecho que hasta me he dado el lujo de vivir del arte durante un tiempo, comencé
a pintar nuevamente hace seis años, pero he perdido la sincronización y la
posibilidad de llevar a la tela lo que pienso, lo que creo en mi inteligencia. Porque
soy yo, mi parte inteligente la que crea, la que ve lo inasible, que inventa
las soluciones, que encuentra los hilos mágicos que desentraña los misterios de
las más remotas aventuras del pensamiento y los pone como colores…..pero al
momento de llevarlos a la tela no puedo. Algo falla aquí arriba.
Solo me va quedando la escritura
y a duras penas, con mucho esfuerzo, pues es difícil hacer que los dedos
cumplan con lo que les mando, pero como están acotados a un teclado parecería
que gano en algunas escaramuzas.
En esta ruptura entre mi
cerebro y mi inteligencia. La separación de bienes está en plena discusión aún;
y la voluntad es uno de los más disputados. Puesto que de ella depende en gran
parte hasta el deseo de seguir vivo, uno y otro le quiere para sí en desmedro
de la pérdida que pudiese ocasionar para el segundo.
Pero es evidente que el órgano
terminará ganando su bastión y será al fin lo que su alocado designio se haga,
la voluntad al fin será suya y tomará el gobierno poniendo presa a la
inteligencia.
Mientras trato de sobrevivir a
mi cerebro. Día a día, hora a hora, colocando trampas para que se entretenga y
el tiempo siga contando a mi favor. Aunque nadie se percate que llevamos
divorciados más de siete años conviviendo bajo el mismo techo.
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