Empastillado.....





Hace tan solo unos minutos, no mucho más, todo se derrumbaba, nada tenía sentido y el dolor llegaba a los umbrales de la misma muerte.
Hace tan solo instantes el cielo era gris, el mar una planicie sin vida y poco importaba en la vida para seguir, si ya todo estaba hecho, si todo se había probado.
Hace tan solo un corto tiempo, muy corto espacio de tiempo, las lágrimas rodaban por mi rostro casi sin parar, apurando un final que suele estar allí esperando, acechando como el buitre tras la carroña.
Las manos vuelven a temblar, el sudor nocturno regresa como una ave negra que grazna sin cesar desde la ventana, el aire no es suficiente y me ahogo rodeado de viento del mar.



Los viejos recuerdos con sus alas espesas y oscuras de malos presagios, todos triste y abrumadores llegan entrando por las puertas abiertas, nada me salva de ellos, nada logra que piense en otra cosa, veo a mis niños pequeños e indefensos, los sueños de ayer son pesadillas de horror hoy; los caminos que anduve con asombro y alegría no son más que lúgubres parajes que tengo que dejar apurando el paso para que otro tome mi lugar.
No hay amanecer posible, solo un monótono cielo gris y la sentencia que sé que será para siempre así, que no podré cambiarla, que será el destino del destierro, del olvido, del jamás regresar a revivir los buenos tiempos.
No hay sonidos, no hay canciones ni sones, ni trinos, ni arrullos, ni voces amigas; nada que me acompañe. Me hundo cada vez más y solo pienso en el camino de la muerte como salida de este desesperante estado, donde los cadáveres de miles de seres se amontonan y mujeres de negro lloran sin lágrimas ni llanto.



El dolor, el eterno dolor aumenta en cada hueso, en cada músculo, en cada vena y llega a la sangre; puedo sentir como fluye por mi cuerpo, como lentamente camina por mis brazos cansados, por mis piernas que no responden, por mis pulmones que desean más aire.
Me levanto de la cama, voy al sofá buscando esa bocanada de oxígeno que me permita seguir; quiero seguir durmiendo, que el tiempo pase, solo que pase.
Pienso, trato de pensar en que debo reaccionar, en que no debo ceder, que aún no puedo dejar que las cosas lleguen al fin.
Regreso a la cama y sobre la mesa de noche mi mujer me ha dejado un envoltorio antes de irse a trabajar.
Son las pastillas que ha comprado en la farmacia.
Una, dos tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, dos parches de morfina, una extra para doblar una dosis; me estiro en la cama tras tomarlas, tras ponerme los parches.
Quince minutos, veinte, media hora.
El mar está azul y el cielo compite con él por quién tiene más brillo. La arena resplandece, los cuerpos dorados de los últimos turistas de este agosto que se agota en el Mediterráneo se estiran como salamandras en las piedras.
El aire del mar, salino y refrescante entra a borbotones por el gran ventanal inundando todas las habitaciones del piso.
El espigón de piedras es un monstruo antiguo reposando paralelo al horizonte y en la franja que queda, las velas blancas apenas si dejan una plácida estela de espuma a su paso.
Una barcaza regresa a puerto tras finalizar la faena de pesca, coronada de ciento de gaviotas que le siguen con su habitual chisporroteo de alas y comida.
En la cadena se escucha a Santana con su Black Magic Woman de los ’70, me recuerda que tengo un buen whisky japonés de doce años, exquisito y poco común. Me sirvo un dedo sin hielo para saborear esa maceración en bambú que le ha hecho tan preciado. Un Marlboro que se hace humo, un trago de Hibiki y las cuerdas magistrales de Carlos Santana con el Mediterráneo de fondo.



El dolor ha pasado a tercer o cuarto plano.
Las manos ya no tiemblan.
Las negras aves y los fantasmas oscuros se han recluidos en algún rincón inaccesible por ahora.
Los malos recuerdos parecen que se han diluido en el vaso de whisky o en el siguiente tema de Santana, Samba Pa’Ti.



Todo vuelve a tener color, todo vuelve a tener el sentido de vida que suelen darle los mortales. Vuelvo a estar normal.
Normal, como tú, como ella, como él.
Estoy empastillado, pero ahora soy normal y me pregunto:
¿Cuál es la realidad?
¿Aquella donde convivía con mis peores males y las verdades, los miedos, las angustias, los fantasmas, lo descolorido, lo sin sentido?
¿O es esta la realidad, la que me da el estar bajo el efecto de los tranquilizantes, la morfina, los antidepresivos, los antidolorosos?
¿Qué estoy haciendo? ¿Acaso solo prolongando un estado inapropiado, injusto, inadecuado?
Santana con el Gato Barbieri desgrana Europa.



La última gota de Hibiki y el bambú que inunda mi boca, junto al humo del segundo Marlboro.
¿Cuál es la realidad en que debería vivir?
No le temo a ninguna de las dos, conforme me siento con ambas, solo quisiera saber con cuál debería quedarme y eso determinaría si sigo o finalizo.
Al fin comprendo que con una termino y con la otra prolongo, pero eso puede sonar a egoísmo y me preocupa. No quiero ser egoísta. Solo quiero ser consecuente, seriamente consecuente con lo que me toca vivir y dejarme de gilipolleces.








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