Símbolos
Crecemos tecnológicamente a un
ritmo muy alto, tanto que ni el cuerpo es capaz de adaptarse a los cambios que
la ciencia exige, ni la evolución social consigue seguirle el paso;
consecuencia de ello es que los adelantos científicos sean hasta para los
mismos autores de ellos, solo una parte comprensible y aplicable en todo su
potencial.
Y es que una especie para
lograr un paso evolutivo necesita de miles de años y nosotros quemamos eras con
la facilidad con que cambiamos de calcetines; de la era industrial en que
hacíamos mover una rueda con vapor a la actualidad en que estamos conduciendo
vehículos por la calle movidos a hidrógeno o electricidad han pasado tan solo
240 años.
Sin embargo para que nuestra
dentadura se adaptase de desgarrar carne cruda y moler granos secos, a la
comida cocida necesitó algo más 250.000 años.
Estas diferencias tan grandes
nos dicen a las claras cuanto le cuesta a nuestro organismo todo adaptarse a
una evolución externa tan precipitada, en la mayoría de los casos por un cerebro
que piensa, por decirlo de alguna manera, más de la cuenta.
Es por ello que una parte de
nosotros sigue en una época de miedos ancestrales y otra da pasos en los
planetas cercanos, creando una distancia interna que lucha entre sí; una
anclada entre brujas y medianoche y la otra despertando en la Luna.
Según el reloj científico o
evolutivo deberíamos estar desprovistos de la mayoría de los paradigmas que nos
atan a una vida plena de simbolismos arcaicos; sin embargo mantenemos dichos
emblemas como único medio de aprendizaje y constatación de lo que vemos para
atribuirles una denominación, un concepto, un valor moral, una unidad de
lenguaje con la que comunicarnos.
Desde que llegamos a este
mundo nos relacionamos por medio de símbolos. Fue nuestro primer lenguaje
cuando le pusimos nombre a una fruta o un animal para diferenciarlo de otro, o
cuando lo hicimos con nosotros mismos para darnos una identidad, comparándonos
tal vez con algo que nos sorprendía en su fuerza o habilidad.
Así continuamos siendo,
aprendemos desde el primer día que esa persona de la que hemos salido es
nuestra “mama”, que otros la laman con un nombre distinto y que tiene a su vez
otros distintivos que la hacen una mujer múltiple. Es nuestra primera relación.
Conocemos que eso que chupamos
es una “teta” y que lo que nos sale por detrás es “caca”; también que “eso” no
se toca ni se come. Y pronto sabremos que hay muchas otras cosas que son “caca”,
símbolo de lo que no debe tocarse, comerse, chuparse, ni acercarse, ni
relacionarse.
Creo que muchas cosas de estas
las conocemos desde un comienzo, pero no las hemos denominado hasta que alguien
con insistencia nos repite una y otra vez el nombre, apuntando con el dedo y
poniendo la cara de gusto o disgusto de acuerdo al grado de bueno o malo que
sea el objeto que tenemos a la vista.
Así nace esa relación ojo,
dedo, concepto que perdurará para siempre y que transmitiremos de modo
horizontal a lo largo de las generaciones sin cambiar un ápice.
Quizás sea esa
horizontabilidad la que nos atrasa en la carrera dispar que llevamos; no lo
hemos variado y los tiempos exigen que la educación primaria, esa que va desde
los primeros minutos de vida en adelante, sea más precisa o se busque un nuevo
camino que el viejo ojo-dedo-concepto.
Cuando esto ya está incrustado
en nuestro cerebro y este ya ha comenzado a “endurecerse”, llegan las
relaciones con el entorno más lejano y allí la sociedad se encarga se ir
colocando sin mayor dificultad simbologías a por doquier. Banderas de la patria
donde se ha nacido, escudo del club de fútbol, estampa del santo de turno,
corazones sangrantes con coronas de espinos, señores gordos y sonrientes si
eres budista, chivo con cuernos si eres satanista, estrella de seis puntas si
eres judío, un águila de cabeza blanca si eres norteamericano, una jarra de
cerveza y pantaloncillos cortos si eres alemán, una gran cabeza gris con ojos
oblicuos si eres extraterrestre.
En fin, son tantos y tan
variados los modelos representativos que podríamos estar días y meses
escribiendo un listado de ellos sin acabar siquiera. También no olvidemos que
los números y letras son parte de la simbología de la comunicación escrita y
sin ellos no podrías estar leyendo esto.
El caso es que como el ser
humano es esencialmente un “ser social”, necesita de ellos para cumplir con su
rol de no estar solo; cada una de estas representaciones le ha servido para
entablar una conversación con otro par, aunque la lengua no fuese la misma.
Pero es arcaico y va siendo
hora de hallar una alternativa a tanta parafernalia de códigos y formas que
representan cosas.
El Universo, que es simple y
económico no lo admite.
Ya podríamos haber
desarrollado la telepatía, por ejemplo; una manera de transmitir conocimientos
sin la necesidad del símbolo, ya que lo que das es el concepto puro o la imagen
sin más, que es mucho más entendible y práctico. Si transmito a un recién
nacido que sus heces son el resultado de sus desperdicios se comprenderá que no
debe volver a ingerirlos, y no se mezclará el término con andar chupando un
palo que encontró en el suelo, al que por lo general le atribuimos el mismo
concepto que a las heces: “caca”.
También esto dejaría un
espacio en el disco duro del cerebro en cuanto a las simbologías sociales como
las de apropiación a una patria, religión, política, asociación civil o sociedad
secreta.
Considero que salirse del
sistema simbólico que hemos usado hasta ahora sería una herramienta pata ir
dando pequeños pasos que nos llevaran pronto a alcanzar una libertad de
pensamiento y acción que nos acercara a los descubrimientos de la ciencia en
todo su poder.
Al menos en teoría debería ser
así.
Aunque veo difícil que un
fundamentalista se adapte a practicar la telepatía para influir sobre una masa…o
no.
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