El Fraude y las mentiras en la literatura


LA NOTA FALSA EN EL LIBRO FALSO DEL AUTOR FALSO (Un paso en falso)


¿PUEDE UN FRAUDE DELIBERADO CONVERTIRSE EN UN GESTO DE RUPTURA, EN UNA PROVOCACION? Y MAS AUN: ¿PUEDE LA IMPOSTURA TRANSFORMARSE EN UNA FORMA DEL ARTE?






Por HINDE POMERANIEC

Cuando el libro estaba por ser presentado en Londres, y después de que diferentes personalidades dieron a conocer su opinión acerca del merecido reconocimiento de la vida y la obra de ese derroche de talento que fue el pobre Tate, alguien contó la verdad.
Nat Tate nunca existió, sino que fue una creación colectiva.
Están los detalles: la foto de tapa es la de un desconocido fotografiado por el mismo Boyd y Gore Vidal, autor de un comentario sobre la vida de Tate que figura en la solapa, era uno de los pocos que naturalmente estaba al tanto de la mentira. El episodio puede ser leído como una broma o como un cuestionamiento al sistema de creencias; un gesto artístico, si se quiere, que muchos sin embargo recibieron como un engaño a secas.

 A Stephen Glass lo despidieron de The New Republic, una revista política de Washington por haber inventado una nota sobre un pirata informático de 15 años. Con solo 25 a cuestas, Glass escribía además para otras publicaciones y desató en el periodismo del norte una tormenta ética que, habiéndose iniciado con sus notas (un verdadero maestro: creaba sitios en Internet que utilizaba como fuentes de sus notas) se continuó con otros colegas.
Patricia Smith, redactora estrella de The Boston Globe y candidata al Pulitzer, confesó que no tuvo reparos en crear a una mujer que padecía un tumor cerebral para darle realismo a su nota.
Días después, April Oliver y Peter Arnett, productora y periodista de la CNN, fueron cuestionados públicamente por falsear un informe sobre la utilización del gas sarín durante la Guerra del Golfo. Naturalmente, en medio de este remolino de ventiladores prendidos no faltó quien recordara a una pionera en esto de meter gato por liebre en el periodismo.
En 1981, Janet Cooke, del Washington Post ganó el Pulitzer por una nota más que conmovedora sobre un niño de ocho años adicto a la heroína que, según se supo después, había sido totalmente inventada.
Pero, claro, hay que diferenciar. Lo que comenzó con las estrategias de Glass para que sus notas fueran originales, hoy es un verdadero cuestionamiento al sistema informativo de los Estados Unidos y su control de calidad con su secuencia de chequeo de fuentes. Ni Glass ni Smith pueden ser considerados artistas o creativos. Es decir, no es posible encontrar en estos episodios un valor artístico porque la impostura se da de patadas con el principio constructivo del periodismo que es la información de los hechos tal y como ocurrieron. (Las diferentes lecturas que puede tener un mismo suceso, la manipulación de la prensa y otros tópicos de rabiosa actualidad quedan para otro informe).
El físico norteamericano Alan Sokal se cansó de leer a Deleuze, a Lacan y a Kristeva y no entender nada. Un buen día se decidió y mandó a Social Text, una prestigiosa revista de la Universidad de Duke, un texto deliberadamente disparatado que resultó publicado así, tal cual. Sokal se ocupó de revelar el engaño para demostrar de qué manera cualquiera que escriba más o menos en difícil puede conseguir un espacio en revistas cultas. Después de esto, junto con su colega Jean Bricmont escribió Imposturas intelectuales, un libro que espera en gateras para ser traducido al español, donde toman textos de diferentes intelectuales franceses y tratan de poner en evidencia que, detrás de un lenguaje críptico, no dicen nada.
Estos episodios sirven como muestra para formular una hipótesis: el engaño puede tener un valor de experimentación y ruptura siempre y cuando se haya propuesto como medio para una demostración. Por eso, en esta galería de falsificaciones, hay que discriminar lo que es la simple trampa de la mitomanía tanto como del hecho artístico.
Las mentiras de patas largas como gesto de provocación en el mundo de la cultura tienen antecedentes importantes aquí en la Argentina.
Cuenta María Elena Walsh que en la década del 30 unos periodistas argentinos le gastaron una broma literario-amorosa al poeta Juan Ramón Jiménez. Los muchachos inventaron a Georgina Hübner, una poeta peruana que comenzó a cartearse con el autor de Platero y yo. Tan apasionado era el intercambio que Jiménez amenazó con llegarse hasta el Perú para conocerla, de manera que los creativos no tuvieron mejor idea que escribirle con la noticia de la muerte de su poeta amiga. Esta información lamentable dio origen a un conocido poema de Jiménez que comienza así: Georgina Hübner ha muerto....
En 1926, los integrantes de la redacción de Claridad recibieron un poema firmado por una tal Clara Beter. Los versos, de neto registro autobiográfico daban cuenta de su autora, una inmigrante ucraniana radicada en Rosario que debió dedicarse a la prostitución para sobrevivir. “Me entrego a todos, mas no soy de nadie; para ganarme el pan vendo mi cuerpo”, escribió la pobre Clara más tarde en uno de los poemas que se publicaron en el libro Versos de una..., libro del que se habló en otros países y que llegó, incluso, a ser traducido al alemán. Naturalmente, escritores como Castelnuovo o el mismo Leónidas Barletta encontraron en la figura de Clara Beter un emblema de sus preferencias artísticas: la realidad social como materia privilegiada de una obra, nada más lejos de la frivolidad estructural del arte por el arte. Y hubo un día en que se supo. Clara Beter no existía. La muchacha que debía mantener a su hermanita menor vendiendo su cuerpo en los lupanares rosarinos era un invento. Una ficción, una creación, una muñeca que sólo tuvo vida en la imaginación de César Tiempo, compañero de redacción de todos aquellos que compraron el buzón... Pero este episodio, de por sí perfecto en su gestación y resolución final, tiene una vuelta de tuerca. El libro de Clara Beter fue prologado por un tal Ronald Chaves que, junto con una catarata de elogios para la autora de los versos, dedicó unos párrafos a resaltar la obra de Elías Castelnuovo, por escribir así, con una emoción tan intensa, a veces tan agobiante, que nos obliga a soltar el libro unos instantes para respirar con fuerza. Como si lo anterior no bastara, más adelante Chaves compara a Castelnuovo con algunos autores rusos y hasta con el mismo Edgar Allan Poe (?).Ahora bien, todo no pasaría de ser una cuestión de gustos si no fuera porque Ronald Chaves tampoco existía, sino que era el seudónimo del mismo ­Castelnuovo!
En 1966 diarios y revistas recibieron una gacetilla que contaba los pormenores de un happening en el Di Tella. Algunos publicaron la información. Desde ya, nunca hubo tal happening sino que se trató de una puesta en acto, una manifestación de vanguardia dirigida a ridiculizar la noción de acontecimiento y a criticar a los medios como constructores de la realidad. Un programa de televisión puso en cuestión la memoria de muchos argentinos.
En 1987, La era del ñandú, dirigido por Carlos Sorín con guión de Alan Pauls, contaba la historia del inventor de la BioK2, una droga rejuvenecedora extraída del ñandú, que en la época del 50 había desatado en la población ansias irrefrenables de volver a los 17. Testimonios de varias personalidades iban marcando diferentes detalles del episodio, a la vez que se intercalaban imágenes de noticieros de la época. Pero ni el médico, ni la droga, ni sus efectos, existieron jamás. A la manera en que Woody Allen creó a su Zelig, aquel personaje camaleónico que se codeó con la intelectualidad de principios de siglo, Sorín recurrió a trucos técnicos y generó un producto artístico de una calidad infrecuente en la televisión. La obra de Sorín, habría que recordar, se emitió en tiempos durante los cuales en el país se discutían las virtudes de la crotoxina, que -según aseguraban algunos- era la cura definitiva para el cáncer.
Noviembre de 1988. Un domingo a la noche, El monitor argentino, conducido por Jorge Dorio y Martín Caparrós, dedica su emisión a homenajear a un autor injustamente olvidado: José Máximo Balbastro (1896-1974). Una foto de Balbastro enseña su perfil, que a muchos espectadores les resulta familiar. Federico Storani y Luis Alberto Spinetta aportan testimonios acerca de la importancia de la obra de Balbastro para sus respectivas formaciones. Sí, efectivamente, Balbastro nunca existió. El perfil era el de Luis Buñuel; a Storani, en realidad, le preguntaron por Marcuse y a Spinetta, por Artaud. Se trató de una experimentación programada, un recurso que puso a prueba la disponibilidad del público para la manipulación informativa.
El concurso de cuento de La Nación de 1997 tuvo un final inesperado. Después de dar a conocer el primer premio, otorgado a Daniel Omar Azetti, el suplemento cultural publicó el relato premiado. Un lector advirtió al matutino que el cuento de Azetti era prácticamente idéntico a uno de Giovanni Papini. El diario reaccionó inmediatamente denunciando al impostor y reclamando la devolución de los 10 mil dólares de premio. Sin embargo, lo de Azetti, lejos del gesto artístico, fue un plagio, sin más. Una avivada que terminó siendo puesta en evidencia por aquellos a quienes el poco imaginativo autor quiso embaucar.
La literatura argentina ha trabajado el tema de las imposturas. Nombre falso, de Ricardo Piglia, incluye Homenaje a Roberto Arlt, un relato que por medio de una trama de citas y notas al pie cuenta el rescate de Luba, un presunto texto inédito del autor de Los siete locos. Por supuesto, Luba le pertenece a Piglia, pero, como recuerda Beatriz Sarlo, generó tal confusión que un crítico norteamericano llegó a escribir un trabajo sobre la base de que el verdadero autor de Luba era Arlt. Hay obras completas de autores que hicieron de la ambigüedad un principio, como es el caso de Borges. Ensayos apócrifos, fuentes falsas, citas adjudicadas a seres que jamás vieron la luz. Por si fuera poco, junto con Adolfo Bioy Casares se convirtieron en Bustos Domecq, escribiendo a cuatro manos páginas memorables de un autor inexistente. Embaucadores de lujo, tantas pistas falsas pueden llevar a los lectores a desconfiar.
En la segunda edición de la Antología de la literatura fantástica, el libro preparado por Borges, Bioy y Silvina Ocampo, se incluye Punto muerto, un cuento perfecto, firmado por un tal Barry Perowne. (Hacer la prueba de pronunciarlo en voz alta). Aunque íntimos amigos lo presionan diciéndole que ese cuento parece escrito por ellos, Bioy insiste en asegurar que no es así. Claro: los datos biográficos que figuran en el libro sólo aumentan las sospechas: Ninguna información relativa a este autor hemos logrado. Lo sabemos contemporáneo; lo sospechamos inglés. Si llegó hasta aquí, el tema le interesa. Si suele navegar por Internet, en www.indiana.edu está el programa de una cátedra de la Universidad de Indiana, Estados Unidos, dedicada al asunto. Se llama La cultura de la inautenticidad. Están detallados los puntos del programa, la modalidad de cursada y la bibliografía obligatoria. Y, por supuesto, es falsa.

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